Un día por azar, paseando por Sarriá, Montse vio un
anuncio que le llamó la atención. “Curso de autoconocimiento integral y
crecimiento interior, impartido por el profesor Bernardo Masía”. Montse se paró
en seco - “Que titulo tan sugestivo, pero no tengo tiempo y habrá gente bien
preparada” pensó mientras miraba el escaparate de lo que le pareció un centro
cultural donde había más prospectos colgados. La foto del profesor decía mucho.
Pelo cano peinado hacia atrás, camisa azul tejana bien planchada y mirada sonriente.
“Entro y pregunto. No. Mejor otro día. Hoy es tarde. Ay no sé. Es una tontería.
Seguro pareceré ridícula”. El cristal reflejaba la propia imagen de Montse.
Estatura baja, más bien rellena, su físico no era de lo que más orgullosa
estaba. En realidad, no se gustaba en absoluto. “Entro a pedir información.
Diré que es para una amiga “pensaba
Montse retorciendo el asa del bolso hasta hacerse daño en los nudillos sin
darse cuenta.
Bernardo la observaba desde dentro. Veía la cara de
sufrimiento de Montse que se había quedado embobada mirando su anuncio “¿Qué le
pasará a esta chica por la cabeza?” Decidió salir y preguntarle.
-
Hola ¿puedo ayudarte?
Veo que hace rato estás mirando el cartel- dijo Bernardo con un tono de voz
sugestivo y amable entornando un poco los ojos por el sol en contra.
-
¿Es a mí? – Contestó
Montse sorprendida.
-
Sí, claro, no te asustes
mujer ¿te interesa el curso? Soy Bernardo, el profesor ¿y tú? – Bernardo por
entonces viendo que la chica le miraba con ojos desorbitados, le tendió la mano
amigablemente.
-
Bueno – balbuceó Montse
mientras le decía su nombre- no sé, es para una amiga. Yo no, o sea para mí no sé yo si -Montse intentaba ganar tiempo mientras pensaba
que solo quería salir corriendo, volver a su casa, entre sus cosas conocidas,
con su gato sus libros y poco más.
-
Pasa sin miedo, te voy a
presentar – le dijo el profesor cogiéndole de la mano. No había duda de que ese
curso estaba pensado para personas como ella. Se la veía frágil e indefensa.
Al entrar un fuerte olor a incienso la incomodó. Nunca
había soportado ese olor. La luz era de fluorescentes, de lo peor. Montse se
encontró en una habitación cuadrada con colchones en el suelo donde había varias personas “No me puedo creer que yo esté
aquí con esta gente que no conozco de
nada ¡qué vergüenza! ¿Qué van a pensar de mí? Pero qué horror ¡Socorro! Quiero
salir de aquí”
-
Os presento a Montse
- dijo Barnardo - Montse estos son
Alvaro, Celia, Jose y Pedro. Todos están como tú, porque es el primer día.
-
Ah. Hola. Perdonad. Es
que pasaba y he visto, bueno, el letrero, pero no sé yo si puedo quedarme- a
Montse no le salían las palabras ni conseguía hilvanar dos frases seguidas. Sentía
las miradas de los demás clavadas en su cara como dardos punzantes.
Y entonces ocurrió algo insólito, algo que recordaría el
resto de su vida. Uno de los alumnos se levantó, se le acercó y le dio un abrazo diciéndole:
-
Montse, querida, no te
acuerdas de mí, soy Pedro, el vecino de casa de
tu abuela, el hijo de Maruja.
Y Montse recordó. Recordó los encuentros fugaces en el
ascensor con Pedro. Los manoseos y besos rápidos que se daban. El olor entre
chicle y caramelo de su aliento caliente, cuando apenas tenían catorce años.
Las promesas de amor eterno y las cartas que Pedro le dejaba en la mochila y
ella luego releía una y mil veces en la cama. Pero lo que tenía más presente y
le había perseguido durante casi treinta años era que un día Pedro cambió de barrio. Se mudó
con su familia y a pesar de las promesas y de que ella le esperó al principio
con el corazón en vilo y luego ya rota de dolor sin esperanza, desapareció para
siempre, llevándose con él no solo su inocencia sino su confianza en el sexo
opuesto.
Montse se separó de Pedro, le miró fijamente a los ojos y
le propició una sonora bofetada, una bofetada que le debía hacía muchos pero
que muchísimos años.
No se quedó en la clase. Aquel día por primera vez en
mucho tiempo se fue cantando camino de su casa.